Star Wars es una saga maniquea, una historia que se presenta como una especie de epopeya moderna. Sin embargo, esta historia ha trascendido su planteamiento original. La vorágine mediática de los grandes conglomerados del entretenimiento, siguiendo una pulsión que escapa su control, han elevado a la saga, pionera en este campo, en un proyecto intermedia que se expande de forma rampante. Novelas, cómics, videojuegos, películas, series: algo nuevo cada año, cada mes, cada día. La diversidad de historias es incalculable, así como lo es su calidad. Algo que me ha venido fascinando estos últimos años es la versatilidad que tiene este trasfondo para contar historias «distintas» no por el hecho de serlo, sino porque el contexto se presta a ello. No me refiero a la temática ni al carácter de sus personajes, sino a los recursos que ésta emplea para desarrollar la trama.
Cuando se trata de inventar, el ser humano no lo hace «de cero», sino que se ve obligado a reproducir, hasta cierto punto, lo que ya conoce. El autor crea en base a su contexto. Star Wars reproduce casi al milímetro las ideas sobre las que se montan las diferentes concepciones del mundo moderno. Los escritores y guionistas, con sus distintos puntos de vista, escogen a los buenos y los malos, castigan y elogian, redimen y condenan a sus personajes. Pero siempre, siempre se basan en las lógicas, más o menos aterrizadas, bajo las cuales parece funcionar nuestro mundo. Hablar de Star Wars es, en realidad, hablar de nosotros. Más allá del contenido sensacionalista que se pregunta si Luke Skywalker era, en realidad, un terrorista por volar una estación de combate imperial (aborrezco el planteamiento de este debate con todo mi ser), las discusiones sobre la galaxia lejana son, en cierto modo, discusiones sobre nuestro mundo. Orden, ley, justicia, imperialismo, igualdad, ecologismo, fascismo: todos estos temas terminan saliendo a colación en las discusiones sobre Star Wars, y pronto nos vemos obligados a recurrir a nuestro mundo, a nuestra historia, para justificar nuestras posiciones. Star Wars es un relato sobre nuestra vida cotidiana, sobre nuestro pasado y sobre nuestro futuro, lo quiera o no. Lucas decidió hacer del Vietcong una facción «de los buenos», inspirándose en ellos para crear a los wookiees, primero, y los ewoks, después. Si el ascenso de Palpatine era el ascenso de Bush hijo, Kasdan consideró oportuno que el villano de la nueva trilogía se asemejara al tirador de Columbine. Lucasfilm y Disney, evidentemente, hacen y deshacen: el producto es de su propiedad, y éste se ha de ajustar al mercado y, más concretamente, a la posición que ambas empresas ocupan en él. Evidentemente existe una «agenda política». Siempre la ha habido y siempre la habrá. Ello no debería suponer tanto un problema como un hecho que dar por sentado. La filosofía en relación a esta característica del arte debería ser aquella que Lifschitz describió magistralmente ya en 1936:
«[De lo que se trata es de] descifrar inteligentemente el contenido histórico de la herencia artística para separar en ella lo vivo de lo muerto, lo que pertenece al futuro de eso que es impronta de un pasado servil».
Entonces, la obra no se puede separar de su contexto, porque la obra, aunque no lo quiera, habla de él. Y Andor abraza esta concepción. Por más que las conclusiones de los guionistas terminen siendo maniqueas o erradas, por más que terminen retratando a un banquero chandrilano como un bueno pragmático y no como un engranaje más de la maquinaria imperial (lo quiera o no), la realidad es la que es: Star Wars se basa en el mundo real, y los hechos son los hechos. Andor ha optado por algo nunca visto en la saga: reflejar el mundo real sin ambajes pero con elegancia. La escena de sexo se sugiere, el genocidio se menciona, el deber se comprende. Y todo ello se sabe, se entiende y se aprehende. Lo grotesco se evita: bastan treinta segundos de un desfile de clones en un día gris para sentir el peso de sus botas, basta un shoretrooper con aras de grandeza para rabiar por la injusticia. Sobran los niños muertos, los pelotones de fusilamiento y los desmembramientos. Eso no quiere decir que no deban o puedan ser incluidos en un futuro: eso quiere decir que Andor ha tomado una senda menos basada en la doctrina del shock y más centrada en el desarrollo. Una senda más difícil, sí, pero mucho más gratificante. Casi tan difícil como rebelarse en un mundo en el que no parece haber futuro. Porque este es el mayor acierto de Andor: la rebelión. Al fin y al cabo, los buenos siempre han ganado en Star Wars. Pero, ¿qué significa rebelarse? ¿Por qué se rebela uno en primer lugar? ¿Por qué lucha? ¿Contra qué?
Contra el Imperio
El Imperio Galáctico es un gobierno fascista, pero no uno establecido, sino uno en constante expansión «interna». Antes de desarrollar la particularidad del aparato militar y policial imperial, querría explicitar lo que en este artículo se va a entender por fascismo, tema sujeto a debates interminables. Aquí no hablaremos de fascismo a la italiana ni de nazismo, manifestaciones nacionales de un mismo fenómeno, por más que el Imperio refleje ambos, en mayor o menor medida. Aquí hablamos de fascismo según la concepción, dijéramos, jurídica del término. Según la que, a mi parecer, es su verdadero carácter. Y desarrollaré en base a un único autor (por más que mis conclusiones no reposen, ni de cerca, exclusivamente en él). Un fascista, para más inri.
Karl Schmitt, estatista y jurista filo-hitleriano, oportunista de tomo y lomo y, en general, partidario de la reacción del siglo XX, fue un autor ampliamente reconocido y aun estudiado a día de hoy. A pesar de sus atroces posicionamientos, hay mucha razón en algunos de sus escritos. En particular, en relación a su teoría sobre el Estado y los poderes de emergencia. Schmitt, imbuido en los debates sobre la constitución de la turbulenta República de Weimar, fue uno de los mayores defensores de los poderes de emergencia para el Reichspräsident (el presidente de la República), para que éste pudiera hacer frente a la amenaza del bolchevismo, en primer lugar, y al «desorden» general, en segundo lugar. Seré breve.
La dictadura es una atribución política y jurídica originada en la Roma republicana según la cual los dos cónsules, algo así como los «presidentes», recibían poder absoluto por parte del Senado para hacer frente a una crisis con la condición de devolver el poder a la entidad soberana, el mismo Senado. Esto es lo que Schmitt denomina «dictadura comisarial». Ahora bien, cuando la dictadura se resiste a devolver el poder al órgano soberano y, en su lugar, lo mantiene, la dictadura se convierte en «dictadura soberana». Las atribuciones de emergencia se erigen como la norma, y el nuevo poder engendra una nueva situación, un nuevo mundo. Hitler y Palpatine se ubicarían en este segundo supuesto: ambos reciben poderes de emergencia, ambos los mantienen. Pero, ¿cómo? Porque la soberanía del poder inicial no reside en el Senado o en el pueblo, a diferencia de lo que piensa Schmitt, sino en un estrato social concreto. En el caso de Hitler, en la gran burguesía alemana: Siemens, Thyssen-Krupp, Junker, etc. En el caso de Palpatine, en los mundos del núcleo y las grandes corporaciones republicanas: Kuat, Corellia, Coruscant, Sienar-Jaemus, Rothana, Blast-Tech, el Clan Bancario, etc. El fascismo, indistintamente del velo ideológico y ritualístico, es el poder de emergencia de un estrato social que abandona la «normalidad» de su dominación y suprime las sutilezas. Schmitt criticó la bastardización del término dictadura, en tanto que toda democracia en el mundo la contempla. Al fin y al cabo, no hay Constitución que no recoja la posibilidad de investir a su presidente como dictador bajo premisas tales como el estado de sitio o guerra. Según esta concepción, que es la correcta (mi prepotencia sigue siendo la que era), el Imperio Galáctico es fascista. Pero su fascismo es particular.
La peculiaridad del contexto en Star Wars radica en que la totalidad del territorio en que se desarrolla (a excepción, claro está, de las Regiones Desconocidas y la periferia galáctica) ha sido «descubierto» y «conquistado». Las particularidades geográficas de la galaxia y la expansión podrían ser sujeto de debate en otro artículo extensísimo, pues la multiplicidad de obras y autores que han tratado esta cuestión a lo largo de más de cuarenta años son muy distintas, cuando no contradictorias. El centro de la cuestión aquí radica en que el Imperio, al igual que cualquier otro gobierno galáctico que haya obtenido la hegemonía en la galaxia, no se puede expandir «hacia afuera», sino «hacia dentro». Esta es una cuestión más o menos compartida en la mayoría de obras del canon actual. Primero hubo una expansión «bidimensonal» por la galaxia de los gobiernos hegemónicos antiguos, generalmente emplazados cerca del núcleo galáctico, pues fueron ellos los que descubrieron el viaje hiperespacial. No sabemos si fue a razón de un pasado común como esclavos de los rakata, pero su mención de Andor parece apuntar a que así fue. Estos gobiernos se expandieron «hacia fuera», originando la denominación de los sectores galácticos que conocemos hoy en día (el Núcleo, las Colonias, el Borde Interior, el Borde Medio, el Borde Exterior, etc.) los planetas de las cuales comparten una serie de características más o menos respetadas por las diferentes historias. El núcleo, mayoritariamente humano, alberga planetas ricos; las colonias, planetas industriales; el borde medio una combinación de ambas, además de contener grandes poderes regionales, y así sucesivamente. Esta expansión se vio frenada a las puertas del límite galáctico. Entonces, ¿Cómo siguió la expansión? Pues «hacia dentro». Sin ser algo muy trabajado, parece ser que las vías de navegación hipergalácticas son fundamentales a la hora de entender el movimiento galáctico. Parece ser que el desarrollo tecnológico y la exploración galáctica llevan siglos cartografiando sectores poco conectados con estas vías. Dicho de otro modo, la expansión política en la galaxia no se aventura fuera de ella, sino que aumenta la densidad de la misma. O lo que es lo mismo: se agregan nuevos puntos donde antes había un vacío. Esto no es solo una curiosidad, sino que la lógica expansiva del Imperio se ve condicionada por ella.
Cuando el Imperio Galáctico emerge victorioso de las Guerras Clon, el enemigo «externo», el otro «Estado», ha sido derrotado. La retórica imperial en sus inicios, como vemos claramente en Bad Batch o en novelas como Catalizador y Tarkin, pivota sobre el todavía existente peligro separatista. El castigo racial contra las especies que apoyaron al bando perdedor se materializa en un imperio eminentemente humano; pues los mundos más pudientes, como hemos visto antes, se hayan en el núcleo. Fueron ellos los mayores defensores de la República y, en consecuencia, la matriz del nuevo poder imperial. A medida que la amenaza separatista se desvanecía, el Imperio, todavía no consolidado ideológica, militar, política, económica y todos los «-mente» que podáis y queráis añadir, tuvo que hacer un giro en su estrategia y dar cada vez más importancia al enemigo interno. Esta peculiaridad del gobierno imperial contrasta con las potencias fascistas del mundo real: el Imperio no puede reclamar un «lebensraum» hitleriano ni un «mare nostrum» italiano; el Imperio solo puede aspirar a la erradicación de todas las amenazas internas. Y es así que toda su maquinaria represiva se pone a funcionar en esta dirección. La particularidad de la «fascistización» paulatina de la galaxia de Star Wars es que, a pesar de lo masivo de su escala, de las diferencias casi infranqueables entre diferentes mundos y especies, el Imperio logra en muy poco tiempo un cambio de rumbo radical en relación con su predecesora, la República.
Y es en muy poco tiempo que empiezan las atrocidades. Los soldados clon pronto se dan la vuelta y arremeten contra sus aliados. Las hambrunas y la escasez plagan el borde exterior. Los planetas separatistas son castigados con especial dureza: bloqueos comerciales, esclavitud legalizada, bombardeos de castigo, etc. El Senado empieza a perder poder en favor de los gobernadores regionales, los Moff, que aplican su nuevo poder con mano durísima mientras compiten entre sí en una infinita maraña de intrigas palaciegas. De entre todos ellos destaca Wilhuff Tarkin, ideólogo de la llamada «doctrina Tarkin». Las cosas no tienen por qué ser funcionales: el miedo hará que todo funcione. Y así se hace. La lógica de los diseños de la flota imperial, de sus vehículos, son, las más de las veces, deficitarios en comparación con sus precursores republicanos. Pero son herramientas del miedo. No es solo la maldad de una entidad oscura la que hace del Imperio un gobierno mezquino. Más bien al contrario: esta «maldad» solo puede medrar en un hábitat en el que se requiere mano de obra esclava para engrosar los macrobeneficios, en el que la propaganda anti-separatista ha fomentado el odio al alienígena, en el que el chovinismo exaltado de una generación de oficiales se ha visto recompensado con gratificación política y pingües beneficios. Pero el verdadero horror del Imperio es otro. Uno mucho menos llamativo.
Siempre se dice que la República funcionaba mal, que estaba corrupta. En el penúltimo podcast de Transmisión Fulcrum, Jowy y yo debatíamos sobre esta percepción de Dooku. Es… ingenua. La República no funciona mal, no está corrupta. La corrupción es la norma y el nepotismo la operación normal. La República no funcionaba mal, funcionaba bien. Siempre hay que distinguir entre lo que algo «parece ser» y lo que realmente es. El problema con la República Galáctica es que el modelo ideal es, bueno, solo eso, ideal e irrealizable. El sueño de Dooku siempre fue una entelequia, porque no supo ver que el verdadero problema no se encontraba en tal o cual formulación legal, en la vileza de uno o diversos individuos. El horror que el Imperio defiende a capa y espada es la normalidad que ya existía en la República, solo que ahora, a la sombra del TIE y el destructor estelar, esta normalidad está desnuda.
¿Contra el horror o contra el aplomo?
Las condiciones para rebelarse y golpear al Imperio en Star Wars son, dejando de lado el escudo narrativo de los protagonistas de las historias, de una dureza incalculable. Andor no solo ha mostrado el aplomo gris de la vida industrial de un planeta cualquiera, en el que sus habitantes no parecen preocuparse excepcionalmente del gobierno que les oprime porque «les asfixian tan lentamente que ya ni siquiera se dan cuenta», sino que ha sido capaz de transmitir que el verdadero horror del Imperio no es la masacre puntual o la destrucción de un planeta. No son los Inquisidores ni los rituales sith. Vader ni siquiera puede soñar con acercarse al pánico ante la arbitrariedad de una redada de soldados de asalto. El horror del Imperio es la normalidad, el aplomo de una vida asfixiante que deja poco tiempo para recuperar el aliento. El terror de ser vigilante y vigilado. El terror de la cotidianeidad. Ferrix en verdad recuerda al «arrabal obrero» descrito por Gorki en su obra cumbre: la Madre.
«Cada mañana, entre el humo y el olor a aceite del barrio obrero, la sirena de la fábrica mugía y temblaba. Y de las casuchas grises salían apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban unas con otras: injurias soeces desgarraban el aire. Había también otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas. Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la escoria humana, y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en el aire exhalaciones húmedas de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel día, la cena y el reposo los esperaban en casa. La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo, y cada hombre estaba contento. Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después, las gentes serias y casadas, se ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jóvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia, comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer. La fatiga, amasada durante años, quita el apetito, y, para comer, bebían, excitando su estómago con la aguda quemadura del alcohol. Por la tarde, paseaban perezosamente por las calles: los que tenían botas de goma, se las ponían aunque no lloviera, y los que poseían un paraguas, lo sacaban aunque hiciera sol. Al encontrarse, se hablaba de la fábrica, de las máquinas, o se deshacían en invectivas contra los capataces. Las palabras y los pensamientos no se referían más que a cosas concernientes al trabajo. Apenas si alguna idea, pobre y mal expresada, arrojaba una solitaria chispa en la monotonía gris de los días. Al volver a casa, los hombres reñían con sus mujeres y con frecuencia les pegaban, sin ahorrar los golpes. Los jóvenes permanecían en el café u organizaban pequeñas reuniones en casa de alguno, tocaban el acordeón, cantaban canciones innobles, bailaban, contaban obscenidades y bebían. Extenuados por el trabajo, los hombres se embriagaban fácilmente: la bebida provocaba una irritación sin fundamento, mórbida, que buscaba una salida. Entonces, para liberarse, bajo un pretexto fútil, se lanzaban uno contra otro con furor bestial. Se producían riñas sangrientas, de las que algunos salían heridos; algunas veces había muertos…
En sus relaciones, predominaba un sentimiento de animosidad al acecho, que dominaba a todos y parecía tan normal como la fatiga de los músculos. Habían nacido con esta enfermedad del alma que heredaban de sus padres, los acompañaba como una sombra negra hasta la tumba, y les hacía cometer actos odiosos, de inútil crueldad. Los días de fiesta, los jóvenes volvían tarde por la noche, los vestidos rotos, cubiertos de lodo y de polvo, los rostros contusionados; se alababan, con voz maligna, de los golpes propinados a sus compañeros, o bien, venían furiosos o llorando por los insultos recibidos, ebrios, lamentables, desdichados y repugnantes. A veces eran los padres quienes traían su hijo a casa: lo habían encontrado borracho, perdido al pie de una valla, o en la taberna; las injurias y los golpes llovían sobre el cuerpo inerte del muchacho; luego lo acostaban con más o menos precauciones, para despertarlo muy temprano, a la mañana siguiente, y enviarlo al trabajo cuando la sirena esparcía, como un sombrío torrente, su irritado mugir. Las injurias y los golpes caían duramente sobre los muchachos, pero sus borracheras y sus peleas parecían perfectamente legítimas a los viejos: también ellos, en su juventud, se habían embriagado y pegado; también a ellos les habían golpeado sus padres. Era la vida. Como un agua turbia, corría igual y lenta, un año tras otro; cada día estaba hecho de las mismas costumbres, antiguas y tenaces, para pensar y obrar. Y nadie experimentaba el deseo de cambiar nada. Algunas veces, aparecían por el barrio extraños, venidos nadie sabía de dónde. Al principio, atraían la atención, simplemente porque eran desconocidos; suscitaban luego un poco de curiosidad, cuando hablaban de los lugares donde habían trabajado; después, la atracción de la novedad se gastaba, se acostumbraba uno a ellos y volvían a pasar desapercibidos. Sus relatos confirmaban una evidencia: la vida del obrero es en todas partes la misma. Así, ¿para qué hablar de ello? Pero alguna vez ocurría que decían cosas inéditas para el barrio. No se discutía con ellos, pero escuchaban, sin darles crédito, sus extrañas frases que provocaban en algunos una sorda irritación, inquietud en otros; no faltaban quienes se sentían turbados por una vaga esperanza y bebían todavía más para borrar aquel sentimiento inútil y molesto. Si en un extraño observaban algo extraordinario, los habitantes de la barriada no lo miraban bien, y lo trataban con una repulsión instintiva, como si temiesen verlo traer a su existencia algo que podría turbar la regularidad sombría, penosa, pero tranquila. Habituados a ser aplastados por una fuerza constante, no esperaban ninguna mejora, y consideraban cualquier cambio como tendiente tan sólo a hacerles el yugo todavía más pesado. Los que hablaban de cosas nuevas, veían a las gentes del barrio huirles en silencio. Entonces desaparecían, volvían al camino, o si se quedaban en la fábrica, vivían al margen, sin lograr fundirse en la masa uniforme de los obreros… El hombre vivía así unos cincuenta años; después, moría…»
Pero, claro, ¿acaso no era así la vida en Ferrix antes de la llegada del Imperio? Las redadas no eran constantes, seguro. Un murmuro en el trabajo quizá no llevaba a la detención. ¿Pero no era que el trabajador reptaba cada día hasta su trabajo y pasaba allí las horas de luz? Quizá no fueran doce horas, sino ocho. Pero ahí estaba, luchando por sobrevivir un día más. ¿Acaso no toleraba la República la servidumbre? ¿Acaso no es que personas como Tay Kolma, banquero y «revolucionario pragmático», existen gracias a este «aplomo»? ¿No es que Incom, fabricante del X-Wing, emplea millones de seres vivos en fábricas, centros de distribución y transporte, nodos de comunicaciones, etc. con tal de enriquecerse, aunque favoreciendo a una causa «justa»? ¿No es que Alderaan es una monarquía, y las tradiciones de Chandrila, del todo retrógadas? ¿No es que con la democracia republicana millones morían de hambre y otros tantos perdían la vida en el transcurso gris de una vida sin aspiraciones? La razón por la que se lucha es algo que Saw Gerrera define a la perfección.
Anton Kreegyr, al que no le queda mucho, es separatista. Defiende el retorno de una mascarada democrática controlada por grandes conglomerados industriales que compitieron y perdieron contra los grandes del núcleo. Maya-Pei pide el retorno de la República. Saliendo de Andor, un episodio poco conocido es aquel por el que la Alianza para Restaurar la República, los rebeldes, condenarán Sullust al asedio imperial hasta que el Imperio sofoque su alzamiento. ¿Por qué? Battlefront: Twilight Company, deja entender que el «Frente Cobalto» (Frente de los Trabajadores del Cobalto, en realidad) es demasiado «radical». Tras su sometimiento y el encarcelamiento de su líder, Biyel Broyan, Nien Nunb es elegido como su sustituto. Siendo un líder más pactista que prioriza la derrota del Imperio, Nunb decide rebajar sus condiciones (que nunca se explicitan, pero podemos imaginar) y es en ese momento que la Rebelión acude en su ayuda, enviando a la destartalada 61ª Compañía de Infantería Móvil. Los guionistas de Star Wars Uprising pensaron que el contenido de esta subtrama era… problemático, supongo, así que optaron por sentenciar a Broyan en su videojuego, vilipendiándolo por sus conexiones con diversos grupos criminales. Es curioso, porque este metarrelato no deja de corresponderse con una estrategia muy usada por los cuerpos de seguridad estadounidenses en los años veinte y treinta del siglo pasado: las falsas acusaciones y campañas de acoso y derribo contra líderes sindicalistas bajo alegatos de cooperación contra el crimen. Pero, volvamos a Andor. Saw Gerrera, por su parte, parece ser anarquista, sea lo que sea que signifique esto en Star Wars. Gerrera es un personaje oscuro, poco matizable. Siempre agresivo, osco y violento. Un hombre turbado por la muerte de su hermana. Un criminal. Un sanguinario y un oportunista. Un extremista. Pero, ¿cómo no serlo ante una normalidad en esteorides?
El horror mundano alcanza su pico en el capítulo siete. Tras un juicio rápido, sin garantías ni formación de causa, Cassian es condenado. En lugar de ser enviado a un campo de concentración a la alemana, Andor es entregado a la frialdad cuasi-cómoda de los pasillos de Narkina-5, con comida abundante y buenas condiciones higiénicas. En Narkina-5 el esclavo es juez, jurado y verdugo. «No nos escuchan», y Keef tiene razón. No les escuchan. No les hace falta. Les basta con premiar con comida con sabor y castigar con descargas eléctricas, con fomentar la competitividad entre los iguales, con colocar a uno de ellos como vigilante. Y es el vigilante, Kino, el que termina por abrir los ojos. Pero para él es demasiado tarde. «No sé nadar». La inmensidad del azul se abre ante sus ojos, pero para él es tarde. Ha luchado por un amanecer que nunca verá. Él, como Luthen Rael, pertenece al viejo mundo. Su misión, no otorgada por una fuerza mística, sino surgida de su propia miseria, es la de inmolarse con lo que debe caer.
Cruzar el Aqueronte
«Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo». Si los dioses en el cielo no me obedecen, moveré a los del infierno. La Rebelión se está configurando. El nexo entre el batiburrillo de los insurgentes no es otro que la definición por indefinición: contra el Imperio. Pero, ¿contra qué Imperio? ¿El de los TIE y los soldados de asalto? ¿El Imperio heredero de la servidumbre de la República? ¿El Imperio de las corporaciones? Quizá sea el Imperio que subyuga Mon Cala y masacra civiles en masa, o quizá sea el Imperio que prohíbe el culto religioso. Quizá sea el Imperio que discrimina a los no-humanos, o tal vez sería el Imperio que ha podrido el Senado. De momento el Imperio es un significante sin significado, una efigie del mal que debe caer. Pero luego, ¿qué? Quizá Nemik, un soñador, tuviera una respuesta. Su manifiesto era, seguramente, fruto del idealismo de un joven. El drama de Nemik no reside en el cinismo. No considero que su historia sea una de futilidad, sino de sacrificio. Nemik es retratado como un personaje consecuente con sus ideas, dispuesto a mancharse y bajar al barro, dispuesto a hacer concesiones. El fuego más intenso se suele apagar con mayor rapidez, se suele decir. Y el suyo ardió con la intensidad de un sol, pero duró un suspiro. Nemik tenía una idea que confrontó con la tozudez de la realidad. Lo hemos visto comprobar que, quizá, se equivocó aquí y allá, y no dudó en reflexionar y cambiar. Nemik fue consecuente, un chaval que no dudó en dar su vida.
Luthen Rael, sin embargo, es un personaje distinto. Más oscuro, más maquiavélico. Frío y calculador. Cruel, incluso. Un hombre que parece haberlo dado todo por la causa y que es consciente de todo lo que ello implica. El interés en su personaje no debería centrarse tanto en quién es, sino en qué piensa. Es irrelevante que su lucha se iniciara por una injusticia sufrida o por un ideal surgido en la comodidad de un salón. La importancia de su presencia recae sobre qué quiere, por qué lucha o, mejor todavía, por saber si lucha por algo o contra algo. Luthen Rael es la primera ocasión en que el sacrificio, tal y como se manifiesta en nuestro mundo, se personifica en un personaje de la saga. Rael es el avatar del «hombre de excepción» dispuesto a todo, incluso aunque tenga mucho que perder. «Tranquilidad» es la primera palabra que sale de su boca en su fascinante monólogo, y no es poca cosa. Sacrificar la calma y el bienestar es un gran qué, uno tanto o más justo que verse empujado a hacer algo. Rael, parece, tuvo opción de no hacer nada. Pero su ego, su idea, fuera cual fuera, impidieron su inmovilidad. Seguramente él sea partícipe de aquello que decía Kreia: «La apatía es muerte. No, peor que la muerte, porque al menos un cadáver alimenta a los gusanos». Rael sería, seguramente, aquella persona que Brecht describió en su «Loa a la clandestinidad»:
¿Quién no haría mucho por la fama, pero quién
lo hará por el silencio?
Luthen Rael es la viva personificación de que el fin quizá sí justifique los medios, y que la moralidad convencional estorba la lucha contra la injusticia. Lo único que queda por ver es si Rael se ha perdido a sí mismo luchando contra algo o si, por el contrario, lucha por algo. Y este «algo» podría ser, en realidad, mucho peor que el Imperio.
Literatura